Contemplando con el Oriente cristiano.
Breve meditación sobre la teología y la espiritualidad del icono bizantino
Con agradecimiento al autor copio literalmente este artículo para acompañar los iconos que actualmente exponemos en el taller de trabajo de la comunidad. El artículo salió publicado en la Revista «Vida sobrenatural» Ed. San Esteban nº 744- año 103. Julio-Septiembre del año 2023
Una de las exhortaciones de Juan Pablo II en su Carta apostólica Orientale lumen era la de cultivar una «sensibilidad espiritual» (OL 25) que permitiese el acercamiento entre Oriente y Occidente. Sin duda, los iconos son uno de los elementos fundamentales dentro de la vida litúrgica y espiritual del Oriente cristiano. Especialmente de los cristianos pertenecientes a la tradición bizantina, sean ortodoxos o católicos. Algunos de estos iconos son claramente reconocibles porque se han hecho populares incluso en ámbitos occidentales, como puede ser el Icono de la Trinidad de Rublev o el Icono de la Virgen de Vladimir. Sin contar la riqueza iconográfica de la santa montaña, el inigualable Monte Athos. Por ello, es bueno acercarse a dicho tesoro para poder respirar no sólo con uno, sino con los dos pulmones del cristianismo como decía Juan Pablo II y recientemente ha recordado el papa Francisco.
Este pequeño artículo pretende ser, como indica el subtítulo, una breve meditación de la teología y la espiritualidad del icono bizantino[1], y no un estudio exhaustivo de dichos temas. Para ello existe ya una amplia bibliografía como el clásico de Leonid A. Uspenski, La teología del Icono, entre otros libros de dicho autor, donde ofrece una panorámica general de la historia, teología y técnica del icono. O la obra del cardenal dominico Christoph von Schönborn, El icono de Cristo Una introducción teológica, donde presenta los fundamentos cristológicos que permiten la existencia y el sentido de los iconos. Además de la abundancia bibliografía de Pável Florenski, especialmente su libro El iconostasio: una teoría de la estética, donde analiza con profundidad toda la estética, antropología y teología subyacente a los iconos, así como a su técnica tradicional de elaboración.
1. ¿Qué es un «icono»?
En primer lugar es bueno preguntarse qué es un icono. El mismo tiene unas características que le diferencian, por ejemplo, de las pinturas religiosas occidentales. Aunque observando una primera aproximación al mismo se pueden observar también cosas en común. Es bien sabido que el término «icono» proviene del griego (eikón) y se traduce por «retrato» o «imagen». El mismo fue usado para designar, como hoy en día, las distintas representaciones de Cristo -por ejemplo el famoso Pantocrátor-, de la Virgen, un momento de la historia de la salvación -cada fiesta litúrgica de Cristo o de la Virgen tiene su icono propio-, así como de los ángeles y los santos. No obstante se debe señalar que la propia Iglesia «distingue entre pintura mural e icono: la pintura mural, fresco o mosaico no es un objeto en sí mismo, sino que forma un cuerpo único con la arquitectura, mientras que un icono pintado sobre una tabla es un objeto en sí»[2].
Sin embargo, mientras que en el arte occidental siempre se habla de pintar un cuadro, en Oriente la expresión más común para hablar de la realización de un icono es la de escribir (grafo). Este pequeño matiz en la propia realización se traslada a su vez a la forma de situarnos delante al icono mismo. Esto es así puesto que su contemplación no se fijará en las cuestiones más bien emotivas o subjetivas, como el contemplar un atardecer. Sino que estaría más en relación con la lectura de un pasaje bíblico. El icono se lee y se contempla como si fuera Escritura hecha pintura.
Además, el icono es el lugar de una presencia, lo que vendría siendo como ventana al mundo espiritual, tal como fue definido por el II Concilio de Nicea (787). Esto se lleva a cabo por medio de la representación de un arquetipo, o prototipo, que desde el punto de vista de la teología oriental estaría presente por medio de una participación[3]. Por ello, para el iconógrafo será siempre más importante la semejanza con respecto al prototipo[4], que la capacidad artística o creadora. Por ello, no son sólo los atributos lo que ayudan a identificar a un icono, sino que es fundamental escribir el nombre del santo que se representa o del acontecimiento salvífico. Sin los mismos, y sin el borde que cierra el icono, éste quedaría inacabado. Esto es porque hay una preminencia en dicho arte de escribir iconos de lo objetivo sobre lo subjetivo, una acción más del intelecto que de los sentimientos o, como a veces puede ser la tentación occidental, de un mero emotivismo.
2. Sentido espiritual de la preparación de la tabla del Icono
Como se ha dicho, el icono como objeto en sí mismo viene pintado, o escrito, sobre una tabla Más allá de la cuestión práctica y su utilidad por ser el soporte más adecuado[5], en dicha elección se ha encontrado un sentido espiritual profundo. Al inicio de la Escritura, en el Génesis, nos encontramos con dos árboles: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn 2,9). Y justo al final de la misma, en el Apocalipsis, volvemos a encontrarnos con el árbol de la vida, en donde están escritas nuestras vidas (Ap 22,19). Una vez se tiene la tabla de madera, esta debe prepararse de una forma específica antes de comenzar a escribir el icono en la misma. Este proceso se convierte en sí mismo en una propia liturgia. Así como en la Divina Liturgia bizantina los ritos con función práctica implican un simbolismo[6], también la preparación del icono es algo más que una cuestión técnica. Esto es así porque con dicho proceso prepara la tabla para albergar la efigie de Cristo, de la Virgen, de los santos, etc.
Por ello, la tabla se prepara para convertirse en una morada para ellos. Lo mismo que en la Proscomidia -la preparación de las ofrendas o dones antes de comenzar la Divina liturgia- se encuentra una relación mística entre dicha preparación y la pasión del Señor. Así pues, el momento de rallar o grafiar la madera -lo cual permite posteriormente que la cola sea bien absorbida- recuerda el momento de la flagelación de nuestro Señor (Jn 19,1). El pequeño paño de lino que se pone encima, evitando la curvatura de la madera con el tiempo, es a su vez un signo del sudario de Cristo con el cual fue recubierto su cuerpo (Jn 20,7). Un último ejemplo de esto sería la forma de realizar el yeso, añadiendo al polvo aceito bendecido y agua de rosas o perfumada. Esto recuerda tanto al momento en el que Nicodemo descendió a Cristo y lo envolvió en «los lienzos con aromas» (Jn 19,40), como a las miróforas, que la mañana de Pascua fueron al sepulcro con «los aromas que habían preparado» (Lc 24,1).
3. Al escribir el icono se participa de la obra creadora de Dios
Hay, además, otro paralelismo entre el arte de escribir un icono y la Divina Liturgia, más allá del simbolismo. Y esta es la cuestión de la Sagrada Escritura. Puesto que la Proscomidia es la preparación del Cordero, de la pasión de Cristo pero en profecía, se leen versículos del profeta Isaías, en donde viene prefigurado el siervo de Dios (Is 53). Esto ayuda al presbítero y al diácono a situarse ante el misterio que van a celebrar, ante aquello que ocurre místicamente más allá de la percepción de los ojos del cuerpo, para abrir los ojos de la fe. Una función similar tiene el pasaje de la Escritura que se lee conforme se va escribiendo el icono. Lo mismo que antes de la Divina Liturgia, el celebrante se ha preparado espiritualmente la noche previa no sólo con oraciones sino también con ayunos y dirigiendo su pensamiento hacia Dios, así el iconógrafo debe estar en una misma disposición espiritual[7]. En definitiva, la disposición en la que el apóstol san Pablo nos pide permanecer, mientras esperamos el glorioso del retorno del Señor (1Ts 5,23).
Antes de empezar a escribir el icono, se debe orar la oración del iconógrafo, donde se pide sobre todo la guía de san Lucas y de la santísima Virgen. Esto es así, porque aquel que escribe el icono debe prepararse espiritualmente para ser colaborador en la creación con el Creador. Por ello, el pasaje bíblico que se lee durante la escritura del icono es el primer capítulo del Génesis. Una vez proyectadas las líneas que aparecen en el icono, sea calcando o pintándolas si se es más hábil, se comienza a leer el Génesis a la vez que se adhiere el oro, haciendo referencia al «hágase la luz» (Gn 1,2)[8]. Posteriormente seguiría el resto del pasaje del Génesis, durante el cual se van realizando las diferentes capas del icono que le darán profundidad, coincidiendo las mismas con los cuatro primeros días de la creación, usando para estas capas solo pigmentos naturales. Lo importante en este proceso es ser fieles al prototipo, sobre todo seguir la técnica casi de forma mecánica, más que el genio artístico como se ha acentuado en occidente.
Lo último en realizarse sería propiamente la cara y las manos, aunque el encarnado[9] de las mismas -la base de las mismas- ya estaba, como el polvo del que Dios crea al hombre (Gn 2,7). El pasaje para este último paso, el de la escritura del «rostro» es crucial[10], recordando que el ser humano ha estado creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). Este semblante se va clareando por medio de las distintas capaz de pintura, en un proceso que recuerda la imagen del Dios alfarero que modela al ser humano a su imagen, presentando el «semblante» no sólo con la imagen, sino con la semejanza a Dios[11]. Para los tonos oscuros del icono nunca se utiliza el color negro propiamente -quizás para las cejas u algún detalle menor- sino otros colores que al secarse la tempera al huevo se asemejan al negro. Sólo se usa dicho color para la tumba de Cristo, la representación del Hades y al pie de la cruz. En definitiva, en los lugares en que se hace referencia directa a la muerte.
Esto lleva a dos observaciones espirituales importantes. En primer lugar, al ser el icono una ventana a la realidad divina, y al ser el Señor un Dios de vivos y no de muertos (Mt 22,32), no puede haber en el mismo un atisbo de la muerte. En los iconos donde aparece es por hacer memoria de la relación de esos acontecimientos con la misma. Pero en los mismos es más importante la luz que nace del centro del icono, y que bebe del Dios que es luz de luz. En segundo lugar, y quizás más importante, al ser la escritura del icono una participación en la obra creadora de Dios, al rehacerse la creación siguiendo el pasaje del Génesis, uno puede observar que la muerte, la ruptura dolorosa de la comunión del hombre con Dios, no forma parte de la obra creadora de Dios.
4. Una espiritualidad contemplativa de la encarnación
La respuesta de los defensores de las imágenes, de los iconos en Oriente frente a la crisis iconoclasta fue unánime, sobre todo basando su defensa desde la Tradición de la Iglesia[12]. No obstante, frente a las acusaciones de idólatras sobre todo basaron su discurso en argumentos cristológicos. El principal de estos es la propia encarnación del Verbo. Ellos hablan de la kénosis, del autoabajamiento de Cristo en su encarnación. Por medio de la misma, la materia ha sido inundada de la gracia y por ende la materia puede reflejar dicha gracia[13]. Por medio de la encarnación de Cristo la luz divina ha inundado el mundo con su luz (Jn 1,5).
Por ello es interesante que la luz del icono brota de dentro hacia fuera. Si se observa un claroscuro al estilo de Caravaggio, la luz viene de fuera, como un foco externo. Mientras que en el icono la luz viene desde dentro[14]. Esto expresa la lógica de la gracia, que actúa en el ser humano no como algo externo sino desde su propio ser. Además de que expresa la lógica de la encarnación, mediante la cual Dios salva, recrea su creación no con un acto externo, sino entrando en el corazón de la misma por medio de su abajamiento. Y esto es porque «la encarnación del Hijo de Dios no es sólo la recreación del hombre en su pureza primitiva, es también la realización de lo que el primer Adán no supo llevar a cabo»[15].
Esto explica además la ausencia de sentimientos dentro de los propios iconos. Esto es por esa visión divinizada de la creación que existe en ellos, una visión transfigurada como la luz contemplada en el Tabor. Cristo mismo, en los iconos de la pasión, se presenta bastante menos ensangrentado que en la tradición occidental. Esto es porque la propia pasión se contempla directamente con la luz de la resurrección, que tanto imbuye la teología y liturgia bizantina. Otro rasgo característico de dicha visión divinizada y sin emociones son los ojos. Estos parecen ser de otro mundo porque, como se ha dicho antes, buscan no hablar a las emociones sino al intelecto. Aún más, al alma de aquel que contempla el icono, que lo ha visitado. Porque así, al contemplarlo, el alma del fiel entra en un dulce diálogo entre lo que actualmente es y lo que está llamado a ser. Una criatura nueva, completamente transfigurada por la gracia de Cristo.
Conclusión
En resumen, aunque podría decirse muchos más, el icono es algo más que una simple obra de arte religioso, sino que es en lugar de una presencia, una ventana a la realidad divina. Para contemplar el icono se debe leer meditativamente como la Escritura. La preparación de la tabla del icono nos muestra que al contemplarlo, estamos ante algo más, ante un misterio más grande que se abre ante nosotros. La elaboración del mismo es una participación en la obra creadora de Dios, donde lo más importante es seguir la técnica que el genio artístico. La propia posibilidad de representar a Cristo en un icono nos recuerda el abajamiento de la encarnación, cuando el Hijo de Dios se hizo carne y habitó en la materia. Y sobre todo, que la contemplación divinizada de los santos en los iconos nos recuerda aquello a lo que estamos llamados a ser.
- Antonio Rafael Medialdea Villalba, op
Doctorando de la Universidad Pontificia santo Tomás de Aquino (Angelicum)
[1] Además de las obras mencionadas posteriormente, me he basado para mi meditación también en el material ofrecido por el padre Nidaa Ibrahim, del Orden de los Basilianos Salvatorianos pertenecientes a la Iglesia greco-católica Melquita, durante un curso en Roma sobre iconografía, El arte de escribir un icono. En el mismo se enseñó a escribir el Icono de Nuestra Señora de la Ternura.
[2] L. A. Uspenski, La teología del Icono, Sígueme, Salamanca 2013, 31.
[3] Cf. C. Schönborn, El icono de Cristo. Una introducción teológica, Encuentro, Madrid 1999, 198-201.
[4] Ibid., 171.
[5] Cf. L. A. Uspenskij e V. Losskij, Il senso delle icone, Jaca Book, Milano 2007, 61.
[6] Cf. Nícola Cabasilas, La Divina Liturgia, Sources Chrétiennes (Edizione italiana), Bolonia 2021, 67.
[7] Otras de las disposiciones espirituales son, además del ayuno, son la confesión antes de cada vez que se escribe el icono, además las oraciones antes mencionadas. Además, como sostienen algunos, según la tradición sólo las personas célibes pueden escribir verdaderos iconos, teniendo unas oraciones de bendición propias para los iconógrafos que sería como un ministerio, cf. . P. Florenski, El iconostasio: una teoría de la estética, Sígueme, Salamanca 20182, 103-118.
[8] Existen un gran número de escuelas de iconografía y describir la metodología de cada una excedería el propósito de esta breve meditación. Cabe señalar que en algunas en vez de pintar las líneas lo que se hace es rallar la madera para darle más profundidad y que en otras el oro se mete casi al final del proceso de elaboración. He optado por seguir las líneas de las escuelas más extendidas y que se han mantenido más fieles a la escuela griega original.
[9] Es posible encontrar referencias a esta mezcla base también como proplasmos o sankir.
[10] Cf. P. Florenski, El iconostasio: una teoría de la estética, 58-62.
[11] Ibid., 166.
[12] Cf. L. A. Uspenski, La teología del Icono, 125-157.
[13] Cf. C. Schönborn, El icono de Cristo,175-176.
[14] Sin contar que la técnica de escribir el icono implica siempre ir de lo más oscuro a lo más claro.
[15] L. A. Uspenski, La teología del Icono, 166.